El castigo a la Administración que se duerme en los laureles
La Ley 39/2015, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, contiene las normas básicas que todo trámite o actuación administrativa tiene que cumplir. En ella se establece una solemne obligación para la Administración, la de resolver todos los procedimientos que hayan sido iniciados de oficio o a solicitud de parte.
Pese a venir establecida como una obligación, a nadie se le escapa que en muchas ocasiones, sobre todo cuando es el administrado quien promueve el inicio de un procedimiento, la Administración puede olvidarse o postergar el dictado de resolución fuera de los plazos previstos bajo la excusa del exceso de trabajo que le ocasionan los rebeldes ciudadanos o la falta de personal.
De esta forma, la obligación de resolver se convierte en un arma poco disimulada para la Administración, quien puede descansar mientras espera a comprobar si el interesado decide enfrascarse con todo e iniciar un procedimiento judicial o asume el sentido del silencio administrativo que le causa el incumplimiento de una obligación por la Administración.
Si el interesado decide ir a por todas e impugnar ante los Juzgados y Tribunales la desestimación presunta de su solicitud o petición, la Administración hace memoria y recuerda que a veces también tiene obligaciones.
En la práctica, cuando la Administración recibe el traslado por parte del Juzgado o del Tribunal de una demanda presentada por un interesado, a quien tenía la obligación de darle una respuesta pero se despistó, se produce el fenómeno de la resurrección del procedimiento. En ocasiones la maquinaria se reanuda y se notifica a toda velocidad una resolución administrativa con la intención de que la pretensión ejercitada en la vía judicial por el interesado decaiga o, al menos, se apague.
La Administración podía haberse allanado a la demanda, o podía haber cumplido su obligación de resolver en plazo para evitar una contienda judicial, pero no, prefiere quedarse inmóvil esperando a ver si el interesado inicia el juego y, de paso, evitarse la posibilidad de la condena en costas.
Es la liturgia a la que las Administraciones nos tienen acostumbrados, pero que a veces también aburre a los Magistrados si esta estrategia de la obligación-comodín es usada para frenar el acceso a la tutela judicial. El ejemplo más reciente lo encontramos en la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo núm. 280/2023, de 7 de marzo de 2023 (Rec. 3069/2021), que dispone de forma contundente “La Administracion no puede obtener una ventaja de sus propios incumplimientos ni invocar, en relación con un acto derivado de su propio silencio, la omisión del recurso administrativo debido”. No se queda ahí sino que también impone la costas a la Administración y añade: “No hay un derecho subjetivo incondicional de la Administración al silencio, sino una facultad reglada de resolver sobre el fondo de los recursos administrativos, cuando fueran dirigidos frente a actos presuntos como consecuencia del silencio por persistente falta de decisión, que no es, por lo demás, una alternativa legítima a la respuesta formal, tempestiva y explícita que debe darse, sino una actitud contraria al principio de buena administración”.
La sentencia debería servir de ejemplo para todas las Administraciones que se esfuerzan por limitar el derecho de acceso a la tutela judicial efectiva de los interesados mediante el dictado de resoluciones extemporáneas dirigidas a debilitar una pretensión que ya ha sido puesta en manos de los Juzgados o Tribunales. Sin embargo, tampoco sorprendería que su actitud siguiera inalterable haciendo suya una de las frases más célebres de Fritz Perls: “No estoy en la vida para cumplir las expectativas de otras personas, ni siento que el mundo deba cumplir las mías”.