Nunca discuta
Harold Camping, pastor norteamericano, convenció a su congregación de que el 21 de mayo de 2011 sería el día del juicio final. Desde unos meses antes, todos sus seguidores oraron intensamente, para que su Dios fuera benévolo. Llegó el día y el mundo no se acabó.
Aunque desorientados, fueron guiados otra vez a la fe por su líder quien les dijo: “Hermanos, Dios, en su misericordia, se ha quedado tan conmovido por vuestras oraciones que ha decidido postergar el fin del mundo. ¡Dios ha escuchado nuestras plegarias!” Su fe había salvado a la humanidad, con lo cual sus creencias se reforzaron y siguieron viviendo felices.
¿Se imagina discutir con un miembro de esa secta? ¿Cree que podría convencerle? Seguramente, no. Las evidencias no sirven para nada, porque las opiniones son, casi, inamovibles. Cuando se ha dedicado esfuerzo y tiempo en adoptar una posición, es mucho más difícil cambiar de opinión, porque se entra en un bucle de autojustificaciones que refuerzan esas creencias. El sesgo de confirmación es la tendencia a recoger la información que confirma las ideas preconcebidas, independientemente de que sean verdaderas o falsas.
¿Por qué las discusiones tienen un coste emocional tan alto y muchas veces acalorado? ¿Por qué cuando confrontamos unas ideas, que pueden ser tan válidas como las nuestras, nos esforzamos en convencer al otro, más que en entenderlo?
Hay una conocida afirmación en el Talmud que dice: “No vemos las cosas como son. Vemos las cosas como somos”. Poner en duda nuestros pensamientos es poner en duda nuestra identidad, porque discutimos nuestras creencias y estas no se piensan, se sienten. En definitiva, es un juego emocional.
A veces, se distorsiona deliberadamente una realidad haciendo que los hechos objetivos pesen menos que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales, para conseguir modelar la opinión e influir en las actitudes sociales. A eso se le llama posverdad. ¿Recuerda la campaña del Brexit? Si nuestras ideas no coinciden con la realidad, cambiamos la realidad hasta que encajen con nuestros pensamientos. Y de ahí, no nos mueve nadie.
Nuestra vida se basa en la conversación, porque somos seres relacionales. Pero una cosa es discutir y otra, dialogar. Discutimos cuando tratamos de convencer a la otra persona de que estamos en lo cierto y de que ella está equivocada. No solo defendemos una idea, sino que también nos defendemos a nosotros mismos. Generamos un campo de batalla, donde probablemente, habrá vencedores y vencidos, pero en el fondo, nadie cambiará de opinión. La polarización está asegurada, ya que no hay intención de aprender o encontrar una solución común.
El nivel de escucha es bajo, porque se trata de encontrar errores en los argumentos del otro para utilizarlos en desacreditarlo. Pareciera que lo importante es tener razón y que los demás se adhieran a mis razones. J.A. Marina dice: “Estamos más interesados en tener razón que en estar informados. Por eso leemos siempre el mismo periódico”. No vale la pena intentar convencer a los que no se van a convencer, o sea que no pierda el tiempo.
Sin embargo, dialogamos cuando manifestamos alternativamente las ideas y los afectos, compartiendo argumentos distintos acerca de un mismo tema, sin defender nada ni pretender convencer al otro, solo comunicando lo que pensamos. Dialogamos cuando escuchamos atentamente a los demás, ya que saber hablar implica saber escuchar, somos cuidadosos con el habla al recordar que las palabras pueden herir y creamos sosegados silencios para generar reflexión y respeto.
Quiero compartir una técnica de la psicología cognitiva, que sirve para convertir una discusión en un diálogo. Una discusión implica que hay una polarización in crescendo, hasta llegar a posturas irreconciliables. Cuando se sienta atacado o criticado utilice la técnica del desarme, que consiste en reconocer la semilla de verdad que tienen los argumentos de nuestro interlocutor y darle la razón.
Aunque parezca que su crítica es poco razonable, encontrar algunos puntos de verdad y empatizar con ellos, tiene un efecto tranquilizador y quita algunos argumentos para poder continuar con la discusión, incluso antes de que comience.
Por ejemplo, usted ha llegado tarde y le han afeado su conducta. En vez de defenderse o atacar (la mejor defensa es un ataque), usted dice: es cierto, a veces llego tarde, pero déjame que te explique lo que ha pasado… Aceptar parte de los argumentos o parte de los sentimientos de la otra persona (entiendo que estés enfadado) hace que adopte posturas más positivas para convertir una discusión en un diálogo. No es una técnica fácil, pero da resultados muy eficaces.
Sin embargo, hacen falta unas cuantas condiciones para que funcione: no querer convencer al otro, ser humilde, no jugar al juego de ver quién tiene razón y reconocer que no siempre la tenemos. Así que conviene que practique, ya que tendrá muchas oportunidades con las personas que quieren convencernos de que tienen siempre la verdad.