Durante 20 años, nuestros gobiernos soñaron con haberse tropezado con la ecuación mágica del gasto sin mesura, la deuda infinita y la continuada impresión de moneda. Sin embargo, la inflación ha vuelto para atormentarnos. Su última aparición, en la crisis del 73, asoló la economía mundial durante más de una década, abordándonos sistemáticamente hasta que se consiguió domeñar… o ella misma se estabilizó. Y todo apunta a que viviremos la misma dinámica. Aunque, el propicio contexto de antaño, ya no existe.
No es casual que el ascenso comercial de China desde 1990, y su conversión en la fábrica del mundo, haya coincidido con el mayor periodo de estabilidad de precios de la historia económica.
Durante estos últimos 30 años (los mismos que Japón intentaba, sin éxito, escapar de la deflación), la importancia del Dragón Amarillo en la economía mundial ha aumentado hasta alcanzar el 17,9% de la riqueza generada, ya por delante de la Zona Euro (17,1%) y en camino de los EEUU (27,3%). Nada mal para un país que partía desde una ubicación inferior a la de España (2%).
El crecimiento exponencial del peso chino, y su integración en la economía mundial, ha sido, indiscutiblemente, el fenómeno económico de nuestra era. El apogeo de la competitividad que provocó la implementación de una verdadera globalización a escala planetaria, así como el shock que su entrada produjo en el tablero de juego, permitieron a Occidente gozar de una prolongada laxitud monetaria.
Estos factores, acompañados de la integración al mercado de los países excomunistas, la definitiva incorporación de la mujer al trabajo y el enérgico crecimiento de la población, han presionado a la baja los costes de producción, inundados por un tsunami de mano de obra barata. Este incremento de la competencia acabó por limitar los precios, restringiendo igualmente el poder de negociación de los trabajadores.
Como ejemplo, entre 1990 y 2020 la población laboral en China se incrementó en 250 millones de personas. Una cifra que cuadriplica los 65 millones que sumaron EEUU y Europa en el mismo lapso. No es de extrañar, por tanto, que la Revista Económica Europea revelase en su estudio que, cuando los exportadores asiáticos aumentaban un 1% su cuota en un mercado europeo, los precios disminuían cerca del 3%.
Pero los tiempos cambian. En su búsqueda de la supremacía, Xi Jinping ya no se conforma con continuar como la industria barata del mundo libre, por lo que se ha adentrado en una peligrosa senda que cambiará el modelo que le ha permitido alcanzar el éxito y que, a la larga, le hubiese acabado por limitar.
A partir de ahora observaremos una economía china de crecimientos moderados donde el consumo ganará en importancia. Este cambio provocará un aumento generalizado de los salarios junto a una menor dependencia de las exportaciones y de las inversiones improductivas. Sin que sepamos todavía como esta contingencia impactará a su sector inmobiliario y financiero, sí que parece seguro el aumento de los costes laborales chinos. Más aún cuando las señales demográficas del país alertan sobre el envejecimiento y la reducción de su población activa.
Una situación de la que, nuestra vieja Europa adicta al gasto, no parece acabar de percatarse.